Continuando su narración de sus comienzos del ministerio en Aix en Provenza, Eugenio decía a su amigo, el Padre Forbin-Janson:
Voy luego dos veces al mes al seminario y procuro, con la regularidad de mi conducta, no deshonrar el carácter del que el Señor en su infinita misericordia se ha dignado revestirme; y espero órdenes para lo que le plazca mandarme. Ya ves que no hay de qué admirarse, como todo el mundo hace aquí
Carta a Forbin Janson, 9 de abril 1813, E.O. XV n. 116
Él empezó una asociación apostólica entre los seminaristas a través de la cual tenía el objetivo de ayudarles a prepararse para ser los mejores sacerdotes posibles. Un mes después, Eugenio copió parte de una carta que había recibido, en la cual se hacía eco de los sentimientos que intentaba inspirar:
He aquí lo que me escribía otro que hace poco ha sido enviado como profesor a un seminario menor: «En cuanto a mí, le sigo siempre unido como cuando estaba en… haciendo siempre, en cuanto puedo, las prácticas que usted tuvo la bondad de ofrecerme. El bien que estas prácticas me han procurado me obliga de nuevo a testimoniarle mi más sincero agradecimiento. Puede usted asegurar de mi parte a mis queridos hermanos que van a ver infinitamente mejor todavía la importancia del servicio que usted les ha brindado, cuando hayan salido del seminario mayor. No le pregunto si el fervor se mantiene; parecían demasiado enraizados el amor de Dios y de la salvación para apagarse tan pronto. Lamento estar tan alejado para conversar con ellos un poco de las cosas de Dios. ¡Estaba tan contento, mi corazón estaba tan encantado, cuando vivía con ellos! ¡Tuve que verme privado de ellos tan pronto, y en el momento en que menos lo pensaba! Le ruego que sea el intérprete de mis afectuosos sentimientos para con ellos; dígales que amen mucho a Dios…»
¡Ahí tienes lo que son estos queridos hijos! ¡Qué esperanza para el porvenir!
Carta a Forbin Janson, 12 de mayo 1813, E.O. XV n. 119
La convicción de Eugenio de la necesidad de buenos sacerdotes no estaba restringida solamente a alcanzar su propia santificación, sino también a trabajar y hacer todo lo que pudieran para asegurar que todos los sacerdotes vinieran al amor de Dios tan plenamente como fuera posible y para dar sus vidas por Dios generosamente, como instrumentos de la salvación de Dios para otros.