Entrando al seminario, el Eugenio de 26 años hizo una evaluación de sí mismo para su director espiritual. Leyéndolo desde la posición ventajosa de lo que sabemos de su vida, es interesante ver cómo él se refiere a las luchas que mantiene dentro de su personalidad. La fuerza de su carácter fue lo que le hizo un fundador valiente, un inflamado inspirador de misioneros, un obispo que luchó como un león por los pobres y por los derechos de su rebaño. Pero uno toca también el precio que él tuvo que pagar por su carácter y las sombras con las que tuvo que luchar. Escribe:
Soy de carácter vivo e impetuoso. Mis deseos son siempre vehementes; sufro por el menor retraso. Firme en mis resoluciones me sublevan los obstáculos que impiden su ejecución y nada me arredra para superar las dificultades más serias.
Inflexible en mis decisiones y en mis sentimientos, me sublevo ante la mera apariencia de que me lleven la contraria; si se ratifican en ella y no estoy firmemente convencido de que se oponen a mi voluntad por un bien mayor, salto y mi mente halla entonces nuevos resortes que yo mismo desconocía; es decir que adquiero en un instante una especial locuacidad para expresar mis ideas, que se presentan en tromba, mientras que, habitualmente, tengo que buscarlas y expresarlas con lentitud. Experimento esa misma facilidad cuando me afecta algo vivamente y desearía que los demás participaran de mis sentimientos.
Por un contraste raro, si en lugar de resistirme, se doblegan, quedo desarmado, y si me doy cuenta de que el que ha defendido contra mí un sentimiento poco razonable, queda avergonzado, lejos de sentirme triunfador por ello, me ingenio para encontrarle excusas.
En ambos casos, si se me han escapado palabras desagradables, mi alma queda torturada por los remordimientos.
Creo tener un carácter generoso y justo porque naturalmente estoy inclinado a rebajar al que se gloría, y no hay nada que no esté dispuesto a hacer para elevar el mérito del que se rebaja.
Autorretrato de Eugenio para su director espiritual, en 1808, E.O. XIV n. 30