Fue por aquella época cuando el duque de Angulema y el duque de Berry [hijo del futuro Carlos X], refugiados en Turín junto al rey, su abuelo, fueron a visitar el colegio de los Nobles, acompañados por el Sr. duque de Sorrento, su gobernador. Eugenio les fue presentado, y los príncipes fueron invitados a entrar en su cuartito por ser el más limpio de todo el dormitorio. El duque de Berry quiso medir su talla acercándose a Eugenio que, aunque con cuatro años menos, era más alto que él, lo que el príncipe hizo notar con exclamación.
Diario del Exilio en Italia, EO XVI págs. 29-30
Ambos duques eran hijos del futuro rey Carlos X de Francia. Eugenio habría de continuar en contacto con el duque de Berry en Palermo. Eugenio tenía 17 años entonces:
A esta relación amistosa con los Ventimiglia debo el honor y el placer de haber pasado a una especie de familiaridad, respetuosa por mi parte, con el infortunado duque de Berry casi todas las tardes de su estancia en Palermo. El príncipe, para liberarse de la etiqueta de la jornada, llegaba todas las tardes a tomar el té en casa de la princesa de Ventimiglia, acompañado por el caballero de Sourdis, su edecán. Yo era el único admitido en esa sociedad selecta con el príncipe de Ventimiglia y la condesa su suegra: la Señora de Vérac no había llegado todavía a Palermo. Íbamos a veces en grupo a dar un paseo por los alrededores de la ciudad. El sábado el duque me daba riendo invitación para su reunión del día siguiente. Era la recepción oficial que daba los domingos a toda la colonia francesa. Había ido a Palermo para pedir la mano de una de las princesas hijas del rey de Nápoles.
Temo que lo que podría decir aún, según las notas que me quedan sobre mi estadía en Sicilia, no ofrezca ya interés tras el relato que acabo de hacer de mis relaciones con el presunto heredero del trono de Francia, ese infortunado duque de Berry caído bajo el hierro parricida de los conjurados que esperaban al asesinarlo, al hundir el puñal en su corazón, extinguir con él toda su raza.
Por qué no contar, en efecto, que una hermosa mañana, el 7 de julio, yendo a la Arenella para pasar el día en el castillo del príncipe de Ventimiglia, encontré a ese príncipe dirigiéndose al mar, donde su barco lo esperaba. Me instó a que lo acompañara para realizar juntos una partida de natación. Llegado a alta mar, él se tiró al agua antes que yo. Yo me lancé después de él, pero, sea porque mi pie resbaló, sea por alguna otra torpeza, caí en plancha en vez de cortar el agua como se tiene que hacer. El hecho fue que me disloqué un hombro, sin darme cuenta. Sentía, sí, un dolor muy vivo que me impedía mover el brazo para nadar, pero lo atribuía a un calambre violento. Sólo me desengañé cuando, al llegar a la gruta a la que nos dirigíamos y al salir del agua, fue el príncipe quien gritó: “Se ha dislocado el hombro”. Sonreí, recuerdo, de la aventura, al fijar los ojos en aquel miembro dislocado. El esfuerzo que había tenido que hacer, había agravado sin duda la luxación: mi brazo estaba del todo volteado. Hubo que tomar muchas precauciones para vestirme. Tuvieron que conformarse con cubrirme la parte lesionada, y el barco del príncipe me llevó hasta la puerta de la ciudad llamada de la Marina, donde monté en coche para ir, no a mi casa, pues mi padre y mis tíos se habrían asustado demasiado al verme en aquel estado, sino a mi casa de adopción, la casa de los Cannizzaro, donde se me prodigaron inmediatamente todos los auxilios. No mandé aviso a mis parientes hasta después de la dolorosa y larga operación que tuve que soportar para que los especialistas me pusieran en su lugar el miembro dislocado. Llamaron al primer cirujano de la ciudad. Tras un trabajo de casi media hora que le hizo sudar la gota gorda y que me causaba un malestar tan fuerte que habría gritado de dolor si hubiera sido más delicado, el hábil quirurgo había llevado el hueso dislocado hasta la abertura de la cavidad donde tenía que entrar, pero confesó que no tenía fuerzas para cumplir él solo la operación. Mandaron rápidamente a buscar a un joven aprendiz del hospital vecino. Lo habían elegido bien, era un coloso: con solo un golpe de su mano fuerte hizo encajar el hueso en su cavidad y ya no sentí más dolor. Me curaron, y llevé el brazo en cabestrillo bastante tiempo; esto no impidió que me resintiera por más de treinta años apenas mi brazo se cansaba un poco
Diario del Exilio en Italia, EO XVI págs. 86-88
“En el pasado, la gente nacía en la realeza. Hoy en día, la realeza proviene de lo que haces.” Gianni Versace