El 21 de diciembre era el aniversario de la ordenación sacerdotal de Eugenio.
“Me hubiera gustado pasar este día en retiro, pero tuve que ir a casa de la persona que el Santo Padre me había indicado.”
Diario en Roma, Diciembre 21, 1825, EO XVII
Así que después de celebrar la Misa en la tumba de San Pedro, donde colocó el manuscrito de las Reglas Oblatas, se dirigió a la dirección que le dio el Papa, casa del Arcipestre Pietro Adinolfi, Sub-Secretario para la Congregación de Obispos y Habituales. Ahí recibió una cálida bienvenida, no así la esperanza del éxito de su solicitud de la aprobación formal de los Oblatos.
“El Arcipreste no estaba en casa, por lo que esperé más de dos horas. Llegó por fin y me recibió, como mi ángel ha dispuesto me reciban todos aquí. Era la hora de la comida, aunque no quiso me preocupara por ello; me escuchó con gran amabilidad, haciendo leer mi pequeño resumen, comprendiendo perfectamente su sentido. Es un hombre con experiencia y muy inteligente; vi que con él podría ir muy lejos y terminé por presentarle el volumen de inmediato. Me dijo que lo leería aquella misma tarde y que su informe estaría listo para presentarse el viernes al Santo Padre.
“No le prometo, me dijo, no hacer algunos comentarios, es decir correcciones y observaciones; pero ojeándolo, veo que es bueno”. Siguió hablándome con mucha franqueza y no me ocultó que había que esperar cuando mucho un “laudanda” [ed. reconocimiento y aliento al buen trabajo realizado]. Después de leerlo, cada cardenal elegido daría su voto y cada ponente su informe; tal era la costumbre y así serían sus conclusiones. Le confieso que su discurso me dejó asombrado; estuve un momento indeciso, a punto de recoger mi libro y renunciar a lo que me parecía más difícil de lograr. Sin embargo, no lo hice, por respeto al Papa, pues él mismo me dio esta dirección; y con confianza en la divina Providencia que me había protegido tan claramente hasta entonces, dije al Sr. Arcipreste: “Dejo este asunto en sus manos; sólo pido el cumplimiento del plan de Dios”.
Nos despedimos muy animados y me citó el sábado por la mañana, día siguiente de su audiencia del viernes por la tarde. Había pasado más de hora y media con él, retrasado su comida por igual, y ese hombre muy sincero en sus modales, acostumbrado a hacer antesala con los Generales de Ordenes y Obispos que dependen de su dirección, no mostró cansancio con mi larga conversación, ni me dió señal de aburrimiento, siendo encantador hasta el final. Consideré eso como una especie de milagro, que me daba grandes esperanzas para nuestro asunto.”
Carta a Henri Tempier, Diciembre 22, 1825, EO VI núm. 213
“Nunca temas confiar un futuro incierto al Dios conocido.” Corrie Ten Boom