¡Más sobre la Cuaresma en Roma! Hemos visto antes cómo el cuerpo de Eugenio no podía tolerar la comida muy grasosa.
Cuando la cuaresma haya terminado, tendré un poco más de fuerza, pues le confieso que nunca en mi vida había hecho una como ésta. A menudo paso el día con dos huevos mal cocidos en el estómago, y además tres días a la semana está prohibido comerlos. Es más fuerte que yo, no puedo vencer la repugnancia que siento por el aceite que usan en esta casa. Cuando me dan pescado, lo trago sin aliño, pero algunas veces no puede pasar; vomitaría antes de comer tres trozos de pescado aliñado con vinagre y aromas. Con frecuencia la sopa es repelente, una mezcla de queso, pan y hierbas; la empujo siempre por la garganta; pero me desquito con la fruta: como pan con nueces, almendras y ordinariamente dos peras que no perdono. Con todo esto, por la tarde, si me hiciera caso, dejaría mi trozo de pan; pero lo como siempre, menos el sábado, porque el domingo desayuno con chocolate. A falta de otras penitencias, le ofrezco ésta a Dios…
Sonrío a veces al pensar en el consejo que San Bernardo, creo, daba a sus religiosos sobre cómo debían ir al refectorio. No tengo que hacer gran esfuerzo para entrar en el espíritu de ese santo, y ciertamente en mí no es un acto de virtud el ir allí como a un martirio; mi estómago se revuelve sólo con acercarme al comedor; no hay forma de pecar allí. Con todo, me encuentro muy bien y no he tenido ningún malestar desde que salí de Francia.
Carta a Henri Tempier, Marzo 16, 1826, EO VII núm. 230
“En ocasiones es bueno recordar qué tan mala puede ser la comida, para poder disfrutar el concepto del sabor al máximo.” John Oliver