Cuarenta y un años más tarde Eugenio nos cuenta de nuevo un incidente durante la misión en Grans que nos da una idea de la cercanía de los misioneros a la gente:
Un hombre al que yo había confesado, y que, como los otros, había prometido no blasfemar más, vino un día a verme en un estado de confusión que daba pena. – “¿Qué te pasa, amigo mío, le dije, para estar tan triste? ¡Ay! Padre, me respondió en provenzal, se me ha escapado una. Quería hablar de una blasfemia que se le había escapado a su pesar. Pero, agregó, me he arreglado bien. Vea cómo. El buen hombre fue a su campo, hizo caminar delante de él a su asno cargado de estiércol. De pronto el animal respinga y echa abajo su carga. En un primer momento de cólera, mi pobre hombre, de improviso, dejó escapar una de esas palabras que le eran familiares antes de su conversión; pero apenas la había proferido se dio cuenta de lo que creyó ser una gran falta. Agarró su látigo, y después de haber suministrado algunos buenos golpes al asno, debido a su desgracia, se dio a sí mismo con toda la fuerza, como si le hubieran enseñado lo que era darse la disciplina; era, me decía, para castigarse y ser más comedido otra vez. Yo tranquilicé a ese buen hombre y lo despedí contento, y yo quedé estupefacto de edificación”
Diario, el 5 de septiembre 1857, E.O. XXII