Por eso veía que era necesario comprometerse con los consejos evangélicos, a los que ellos habían sido tan fieles, para que nuestras palabras no quedaran, como lo tengo bien sabido, en lo que se quedaron las de tantos predicadores de las mismas verdades, o sea, en un metal que resuena y unos platillos que aturden. Mi idea fija fue siempre que nuestra reducida familia tenia que consagrarse a Dios y al servicio de la Iglesia mediante los votos religiosos.
Rambert, I p. 187
Para vivir en el estado de unión con Jesús, como los apóstoles, y para amarle como ellos lo hacían, era necesario el comprometerse mediante los consejos evangélicos. Tradicionalmente, para los grupos de vida religiosa apostólica activa, estos ideales del Evangelio fueron sintetizados como castidad, pobreza y obediencia. En otras palabras, seguir a Jesús en su modo de vida amando a todos sin exclusión. Un estilo de vida sencillo, separado de las riquezas, en una apertura obediente a la voluntad de Dios –todo por amor de Dios y del prójimo.
Un compromiso según este modo de vivir aseguraría una autenticidad en su estilo de vida y en la calidad y los contenidos de su predicación. Una profesión pública de los votos aseguraría que su compromiso no sería un mero capricho pasajero que se borraría con el tiempo, sino un ideal que sería una guía para toda la vida. De este modo evitaría los riesgos de los que Pablo avisó en la primera carta a los Corintios, capítulo 13:
Si hablo en*lenguas*humanas y angelicales, pero no tengo amor, no soy más que un metal que resuena o un platillo que hace ruido. Si tengo el don de profecía y entiendo todos los*misterios y poseo todo conocimiento, y si tengo una fe que logra trasladar montañas, pero me falta el amor, no soy nada. Si reparto entre los pobres todo lo que poseo, y si entrego mi cuerpo para que lo consuman las llamas, pero no tengo amor, nada gano con eso.
I Corintios 13, 1-3.