Después del fracaso de Eugenio para obtener la aprobación legal del parlamento y del rey, hizo que los misioneros se quedarán todavía sin un estatus legal y sin la seguridad de alguna autoridad que los protegiera. Una oportunidad llegó, sin embargo, con la decisión del gobierno de restablecer la diócesis de Marsella que había sido suprimida en 1801. Fue esta circunstancia la que haría posible para Eugenio alcanzar su tan esperado sueño de traer a su padre y a sus tíos de vuelta a Francia, mientras que, al mismo tiempo, proveía a los Misioneros de Provenza de un protector.
Hasta el final de su exilio y su retorno a Francia con 20 años, Eugenio soñó con reunir a su familia. Como hijo mayor era su responsabilidad hacer todo lo posible para ayudar a su padre y a sus dos tíos que vivían pobremente en Palermo. Sus cartas repiten constantemente el tema de sus intentos para encontrar situaciones en Francia que pudieran asegurar la estabilidad financiera. Para su tío, el Padre Fortunato de Mazenod, Eugenio consideró su promoción a una posición en la iglesia como el modo para poder mantenerse.
El cardenal responsable de los nombramientos de obispos en Francia le dijo Eugenio que el sacerdote elegido para ser obispo de Marsella había rechazado aceptar. Entonces Eugenio sugirió el nombre de su tío, Fortunato de Mazenod, para esta posición. Antes y durante los comienzos de la Revolución Fortunato había sido bien considerado y respetado en Aix y en Marsella como Canónigo. De ahí que fuera un candidato aceptable para esta posición. La sugerencia fue aceptada.
Eugenio no podía anunciarlo en público, pero no pudo contener su exitación cuando escribió a Henri Tempier:
Hay que confesar sin embargo que servímos a un gran señor y que no se perderá nunca con él. Me ofrezco en esa condición y convicción más que nunca; por eso me he dicho, hoy mismo, en la iglesia de la Asunción, donde he ido a agradecerle una gracia insigne, inesperada, que acaba de concederme y cuyas consecuencias serán las más felices para nuestra santa casa, que quiero abandonarme a El, sin jamás preocuparme de nada, haciendo todo por su gloria y dejándole el cuidado de lo demás. Es verdaderamente inconcebible cómo lleva todo hacia sus designios por caminos en los cuales no se habría pensado nunca.
Todo esto es enigmático para Vd.; no ha llegado todavia el momento para que me explique. No tardaré en asociaros a mi agradecimiento, tanto más que me siento incapaz de satisfacer solo todo cuanto debo a ese buen Maestro, que verdaderamente lo dispone todo, «suaviter et fortiter». Basta que quiera, y hasta los reyes están obligados a obedecer. Es sorprendente, es aturdidor, no puedo deciros más; únicamente que la comunidad rece según mi intención..
Carta a Henri Tempier, 22 de agosto de 1817, E.O.VI n. 21