Tras su ordenación sacerdotal, Eugenio escribió al P. Duclaux, su director espiritual, para compartir con él sus sentimientos y reacciones sobre lo que acababa de pasarle. El tono que recorre la carta es el de asombro por el inmenso amor de Dios:
Mi muy querido y buen Padre, le escribo de rodillas, postrado, abismado, anonadado, para comunicarle lo que el Señor, por su inmensa, incomprensible misericordia, acaba de obrar en mí. Soy sacerdote de Jesucristo; he ofrecido ya por primera vez con el obispo el temible sacrificio.
Al reflexionar sobre la maravilla del sacramento que acaba de recibir, se hace intensamente consciente de su indignidad. Cuanto más consciente se hace de su pecaminosidad, mayor es su conciencia del poder del amor de Dios hacia él:
Si soy yo, soy bien yo, miserable pecador del que Vd conoce todas las torpezas, el que ha inmolado el Cordero sin mancha, o por lo menos El se ha inmolado por mi ministerio.Oh! mi querido Padre, creo soñar, cuando pienso lo que soy.
La alegría, el temor, la confianza, el dolor, el amor se suceden por turno en mi corazón. El pensamiento más familiar en mí y en el que me pierdo, es este : así es como Dios se venga de todas mis ingratitudes, haciendo tanto por mí que, por muy Dios que sea, no puede hacer más. Después de eso podría ofenderle? Ah! éste es el mejor momento para responder : antes morir mil veces.
Carta a su director espiritual, p. Duclaux, el 21 de diciembre 1811, E.O. XIV n. 98
Lo escrito refleja su experiencia del Viernes Santo de cinco años atrás. Fascinado por la visión del amor de Dios en la cruz, tuvo que llorar porque se dio dolorosamente cuenta de ser pecador. Sin embargo, la experiencia del amor de Dios cambió sus lágrimas de pesar en otras de honda paz y amor. El ministerio sacerdotal de Eugenio, y después como Misionero Oblato, fue el de centrarse en llevar a otros a que experimenten este mismísimo proceso de liberación, gracias al abrazo de Jesús Salvador.