El día después de su ordenación al sacerdocio, Eugenio seguía contando sus reflexiones a su director spiritual:
Mi carta no ha podido salir ayer. Oh mi querido Padre, sólo hay un amor en mi corazón. Le escribo en un momento en que rebozo de gozo, por emplear una expresión que el Apóstol debió usar en un momento parecido al que yo estoy viviendo.
Abrumado por la bondad de Dios, se asusta de que sus faltas le hagan olvidar el amor de Dios. Cuanto más experimenta el amor de Dios, más se vuelve realista sobre el peligro de su debilidad y más se hace consciente de sus responsabilidades.
Si el dolor de mis pecados, que me acompaña siempre, sigue todavía, es porque el amor le ha dado otro carácter. Cómo es posible que os haya ofendido a Vos que en estos momentos me aparecéis lleno de encantos? Será verdad que un corazón que os ama tanto como el mío pueda entristecerse lo más mínimo? Dos ríos de lágrimas corren en paz y dulzura, y mi alma está en un arrobamiento que no puede expresar, como tampoco las otras cosas que pasan en mi. No sé lo que es, ni sé como es, pero lo que veo claramente es que merezco el infierno si ofendo alguna vez a Dios con propósito deliberado, aunque sea lo más venialmente posible.
Pero es el poder sanador del amor de Dios lo que supera todo y lo que le hace libre.
!Soy sacerdote! Hace falta serlo para saber lo que es! Solo ese pensamiento provoca en mí arrebatos de amor y de agradecimiento, y si pienso en el pecador que soy, el amor aumenta. » Ya no os llamo siervos» (Jn 15,15) etc. «¡Tú has roto mis cadenas! Te ofreceré un sacrificio de gratitud» (Sal.115,16-17).
«¿Qué daré al Señor [por todos sus beneficios para conmigo?]» (Sal 115,12) etc, son otras tantas flechas que enardecen este corazón tan frío hasta hoy.
Carta a su director espiritual, p. Duclaux, el 22 de diciembre 1811, E.O. XIV n. 98