Eugenio llega ahora a los propósitos prácticos de su sermón. Él ha instruido y, ahora, es tiempo para la acción por parte de sus oyentes; ellos son invitados a celebrar el sacramento de la confesión. Encuentro particularmente conmovedor la bienvenida y el tono afectuoso con el cual el habla sobre la recepción que ellos recibirán cuando vengan al confesionario. El utiliza otro de sus ejemplos de la vida cotidiana para hablar el lenguaje de sus oyentes, el del carro clavado en el barro.
Ahí tenéis, hermanos, ahí tenéis un débil esbozo de los frutos preciosos que sacaréis de vuestra vuelta a Dios. ¿No tenemos razón en poneros continuamente ante los ojos, para vuestro propio provecho, vuestro indispensable deber, y en hacerlo a veces hasta con una vehemencia que justifican plenamente tanto el celo por vuestra salvación como la libertad de nuestro ministerio?
Pero, hermanos míos, solo en el púlpito amenazamos; en el sagrado tribunal cambiamos mucho de lenguaje, quizás entonces somos demasiado indulgentes. Nos sucede como a esos carreteros a los que se les atasca la carreta; hacen entonces todos los esfuerzos para sacarla de ese mal paso; vedlos empujar ora la rueda, ora el timón; y al no ser suficientes esos esfuerzos, arman su mano de un látigo y acompañando con gritos, golpean a brazo partido hasta que en un esfuerzo supremo la carreta vuelve a ponerse en marcha. Entonces, dejando el látigo, agarran la brida para moderar los primeros pasos que un ardor exagerado podría precipitar demasiado y llegan hasta a decir palabras tiernas a esos animales cuya obstinación les había obligado a ser severos.
Instrucción familiar sobre la confesión, dada en provenzal el 4° domingo de cuaresma de 1813, E.O. XV n. 115